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Seguro que quienes hemos vivido una buena parte de nuestra vida en el siglo XX –en la era anterior de los ahora tan accesibles equipos de cómputo personales– recordaremos cuáles eran nuestras fuentes de información cuando necesitábamos enterarnos de algo en especial.

Por Luis Eguiguren. 02 septiembre, 2024. Publicado en Diario El Peruano 31 de agosto del 2024

Por ejemplo, en los estudios escolares o universitarios teníamos que acudir a los diccionarios o las enciclopedias voluminosas; a los libros impresos yacentes en los estantes de nuestra casa, en el mejor de los casos o, si no, teníamos que dirigirnos a las bibliotecas públicas, muy concurridas entonces, para acceder ahí a los ficheros. Allí repasábamos sus fichas de cartulina ensartadas en un vástago metálico dentro de cajones ad hoc.

Entonces, había que esperar en cola nuestro turno, la mayoría de las veces. Luego, con los datos obtenidos del fichero, había que escribir una ficha de consulta y, después, entregarla al bibliotecario, personaje muy importante, encargado de la búsqueda del libro solicitado –siempre y cuando estuviera disponible– para entregárnoslo, luego de esperar, a veces no poco rato. Entonces venía otro momento emocionante: comprobar, en las páginas del libro, apenas llegado a nuestras manos, si nos era útil o no, para recabar la información que requeríamos. Había, pues, que dedicar un tiempo y esfuerzo considerable para conseguir la ansiada información.

Ante lo referido, apliquemos el principio de que, lo que cuesta –tiempo es dinero– vale. La información era muy valiosa, desde ese punto de vista, en épocas pretéritas.

Atravesando el primer cuarto del siglo XXI, la información parece cada vez más fácil de obtener, gracias a la ubicua tecnología informática. Cabe recordar, en esta tesitura, cómo aborda la Economía el fenómeno de la abundancia de un cierto bien en el mercado y su facilidad para conseguirlo. Corresponde atender a la llamada ley de la oferta y la demanda. Al haber mucha oferta de un bien, baja su valor de cambio.

La tecnología, como habremos percibido, es ambivalente en sus efectos positivos o perjudiciales, respecto al bien auténtico, objeto de las expectativas de cualquier persona. Por esto hay que tener no poca cautela respecto a los aparentemente espléndidos –relucientes– resultados que nos ofrece, como los que proporciona la inteligencia artificial, tan recientemente; así como las redes sociales y los textos digitalizados, entre otros, posibles gracias a la maravillosa Internet, cuya difusión masiva en nuestro medio ya se aproxima a los treinta años.

Esperemos que no sean solo cantos de sirena, en el fondo, tales relucientes productos tecnológicos –electrónicos– en continua renovación, entre ellos los teléfonos inteligentes, las tabletas y laptops, que contienen sus cada vez más ingeniosos recursos. Puede llegar a sucedernos, a algunos, lo que Homero sapientemente relata en su Odisea (en el Canto XII) cuando Ulises –protagonista del viaje; viaje de la vida, al fin y al cabo– debe atravesar el inmenso mar en su frágil nave, teniéndose que acercar a las filosas escolleras donde habitan las deslumbrantes sirenas. Ser atraído por los cantos seductores de semejantes hermosuras sería fatal para llegar al destino que tiene el paladín de la Odisea. Afortunadamente, la simbólica Circe advierte a Ulises sobre el peligro, y le aconseja protegerse. La nave de la Odisea se salva de encallar fatalmente y sigue adelante.

Como se lee en las primeras palabras de la Metafísica de Aristóteles, todos los seres humanos deseamos por naturaleza saber. De aquí, lógicamente, la relevancia de la informática. Sin embargo, hay que estar una y otra vez advertido de que este noble deseo puede derivar hacia un saber tóxico que, despertando las debilidades humanas es capaz de causar adicciones. Entre estas están las tendencias desordenadas al juego –piénsense en las ludopatías– o al placer físico efímero, que pueden proporcionar los sentidos (como la vista y el oído) o la imaginación.

Ciertas aficiones, que se despiertan ante los esplendores de la tecnología informática, son capaces de desviarnos de la ruta que nos lleva a un bien auténtico. Es preciso ejercitar la prudencia al relacionarse con la gran potencia de los medios informáticos, para tomarlos –efectivamente– como solo eso: medios. Hay que estar precavidos para no convertirlos tácitamente en fines para uno mismo. Si llegaran a elegirse los medios como fines, poco tiempo tardarían en desenmascararse, revelando toda su limitación frente a objetivos que sí son capaces de satisfacer las ambiciones profundas, más íntimas, del ser humano.

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